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viernes, 14 de marzo de 2014

Diario (29)

14 de marzo 2014.

   El fin de semana pasado fuimos a Murcia. Primer día de solazo del año; los frutales ya estaban floreciendo y el espectáculo desde el tren era espléndido, fértil a más no poder. Nos habían puesto un documental sobre Sorolla, el genio de toda esa luz mediterránea, y una película de Niki Lauda antes para que aprendiésemos a apreciar ese paisaje rutilante a todo trapo. No faltó nada, ni la típica familia flamenca dando la murga a todo el vagón con sus arranques de lereles y alaridos. Sin haber intercambiado una sola palabra con ellos sé, entre otras cosas, que habían firmado un contrato en Getafe y que tocarían en el programa de María Teresa Campos. Los ayes eran comprensibles después de todo.

     No diré que Murcia (capital) me impresionase especialmente como ciudad. Me pareció que estaba un poco descuidada, y aunque tenía rincones magníficos, pequeñas plazas sobre todo, en general no deslumbraba tanto como sus huertos. Olía a gloria, eso sí, o al menos las calles por las que nos llevaron Cristina y Héctor. A comida recién hecha y muy sabrosa, para ponerse a salivar ahí como un chucho de Pavlov, o a azahar en los árboles también. Supongo que hay ciudades que impresionan a la vista y otras al olfato. Que hechicen al oído todavía no he conocido ninguna - quizá Venecia con sus barcarolas y tal, aunque el continuo tráfago de turistas fagocitando lo que pillen no ayuda precisamente en la sinfonía, y en cuanto a olor en fin... las ganas de cambiar de canal te siguen a todas partes. Pero vamos, que Murcia es sobre todo una ciudad de aromas, muy terrenal, o eso me pareció en las escasas veinticuatro horas que pasamos allí. Nada que ver con Venecia, ni falta que le hace.

   Mañana vamos a Huesca con Inma y Tito. A Fraga, que con esa sonoridad en el topónimo espero que tenga una gastronomía cojonuda para compensar, o vistas a aquel edén. El sitio donde se crió mi padre, en Galicia, estaba a un paso de Villalba, la localidad donde había nacido el político anteriormente conocido como don Manuel, y allí, salvo el pueblo, todo se llamaba Fraga: calles, plazas, colegios, biblioteca, mercado... Menos mal que no era muy grande, porque si no podría haberse armado un pitote como el de Mongolia cuando eliminaron el segundo apellido por decreto. "¿La Calle Fraga, por favor?". "¿Iribarne o Manuel? Porque hay muchas rapaz...". Desde luego no era un lugar con demasiado gusto, ni tacto tampoco. Y la especialidad era el nabo... Yo siempre pensé que deberían haberse dejado de recatos y pijadas y denominar así a todo el partido municipal: Villalba del Fraga. Como el Ferrol con el caudillo.

   No logro entender esa manía que tienen los fascistas de ponerle su nombre a todo, pero es un hecho que les hincha, les hace gracia. Tienen una viciosa afición por las ex culturas, ya sean las de las razas aria, íbera o jemer, y también por las esculturas. Les ponen, y más cuanto más imponentes sean. Son como grafiteros de corbata que quieren dejar su firma en todas partes, con estilográfica en lugar de spray. Que todo el mundo sepa que son los reyes de la calle. Cada vez que algo se inaugura con su nombre o rubrican un acuerdo histórico están radiantes. Se les ve. Dan espaldarazos a diestro y siniestro y se ríen sin cesar, o abrazan a los espontáneos que se acercan. No construyen esas moles de ladrillo inservibles por megalomanía: es pura ilusión. Solo por poner una placa más en la que figuren. Es como un concurso entre todos, y el que más se repita, gana. El premio son lugares sin ningún sentido.

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