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martes, 5 de febrero de 2013

Mis tiranos favoritos (12).

     ERZSÉBET BÁTHORY

     Isabel era condesa del linaje más principal de Transilvania. Vaya pavor, y no era para menos, su familia dejaba a los Drácula a la altura de párvulos. Su primo Segismundo, que recibió el Toisón de Oro de manos de Felipe II, casó con la princesa María Cristina de Austria, aunque no podía evitar aullar cuando la veía. También oteaba fantasmas en sus ratos libres. Su tío Esteban, Príncipe de allí, vestía regios abrigos de piel en plena canícula para deslizarse en trineo por las calles previamente pavimentadas de arena blanca, y su tía Klara asesinó a sus cuatro maridos, a uno ahogándole con la almohada. Eran siglos de endogamia los que cargaban en las neuronas. De hecho a su hermano ya le llamaban El Cruel a secas, por sádico - y que te apodasen así en los Cárpatos, en plena contienda con los otomanos, no era moco de pavo. Pero vamos, que podrían haber formado un coro de ricos histéricos, el Orfeón Danostierra. Y todavía había otros por ahí arrastrándose en sus curiosas oscuridades.

     En ciertos aspectos era una dama muy distinguida para la época. Hablaba cuatro idiomas y leía a Boccaccio y la más refinada literatura francesa (el Príncipe, aparte de tener un severo retardo, era prácticamente analfabeto, igual que la mayoría de los cortesanos y gentes de alta cuna). Para las fiestas se la rifaban, era pura sofisticación. Dieciséis castillos en Hungría, palacio vienés bien lucido, brocados, joyas tochas, consoladores de Venecia de los caros, aterciopelados en rosa o cristalinos... Se coloraba el pelo con cocciones de azafrán y camomila, diez frotaciones diarias, que sumadas a las otras con desvanecencias venecianas ya daban una idea del nivel de tensión al que estaba sometida. Sin embargo muchas veces las apariencias engañan. Tenía unas cefaleas fatales, ya desde cría. Dolores de cabeza irreductibles que le hacían gritar a lo bestia y que mitigaba procurando que alguien cercano sufriera y berrease más que ella. Ya con once años siempre iba abastecida de una sirvienta robusta para morderle el hombro y masticar un pedazo cuando le daba la venada, o más tarde de un pichón (pájaro) que le abrían en canal para ponerlo a desangrar en su frente. Su marido, el conde Ferencz Nadásdy, Beg Negro para los enemigos, recibía a veces en su empleo - era oficial empalador de primera - misivas con quejas sobre su punzante estado de mente, que debía de leer entre líneas de sarracenos atravesados, seguramente chasqueando la lengua. "¡Pues anda que las reverberaciones cerebrales que me dan a mí en esta mierda de curro! Si es que te quejas de vicio cariño...". También truquitos para usar con turcos, así como de ama de fortaleza sombría: "Golpea con un palo blanco una gallina pequeña negra hasta matarla. Pon un poco de su sangre sobre el enemigo. Si no está al alcance, pon la sangre en alguna ropa que le pertenezca". Todo ternezas.

     Había otros detalles mucho más delatores que no acababan de encajar con la imagen glamurosa de Isabel. Solía ir circundada por un pequeño séquito de esos que dejan una pestuza que no se quita, una tropa atroz. Tres nigromantes húngaras, un pipas con pinta de hechicero de charca, un gañán jorobado de los de manual, cuya función en los salones de rancio abolengo no estaba nada clara - salvo que lo de rancio se utilizase en un sentido muy liberal. Pero en fin, que resultaba cantoso el grupo, y con el agravante de que en la época Halloween aún no se celebraba. Además unos frailes vecinos de Viena declaraban que no podían dormir a causa de los horripilantes alaridos que salían de su palacio. Y que por las mañanas las criadas vaciaban en plena calle cubos repletos de agua mezclada con grandes cantidades de sangre. Qué chocante; si además no tenían ni gallinas allí... las habían matado a palos a todas para embrujar infieles. Algo olía a podrido aparte de aquellas rémoras tardogóticas que llevaba a su alrededor. El párroco de Csejthe, su residencia más habitual, afirmaba que por las noches se enterraban cadáveres de doncellas en circunstancias misteriosas; que el cura anterior, incluso, le había dejado una carta en la que decía haberles ayudado él mismo a deshacerse de nueve de una vez, y que por preguntar el motivo del fallecimiento al día siguiente habían intentado envenenarle con  una cesta de pastelitos. Yo creo que aquí hasta el doctor Watson habría empezado ya a encoger las cejas, y el ojete del canguelo. No obstante se trataba de una de las nobles más relevantes de la zona y la investigación se demoró mucho más de lo deseable. Se había impuesto una especie de omertá durante años con las muertas plebeyas, que ya salían hasta de debajo de las piedras, y sólo cuando las desapariciones se extendieron a jóvenes de familias más acomodadas, a las que Erzsébet reclutaba como pupilas, para ponerlas bien finas, el asunto comenzó a ser considerado por el Rey Matías. Con diplomacia al principio: se envió discretamente una especie de "comisión de investigación", como les dicen ahora, a ver si observaban algo turbio. Digamos que una auditoría de alaridos, parlamentaria, para hacer un informe informal. El propio Rey acudió, entre otros personajes de alcurnia.

     Se organizó un banquete navideño, relajado, de gran lujo. Isabel se explicó: que sí, que había ordenado enterrar muchachas, pero que todas habían sido víctimas de una enfermedad sumamente contagiosa, y que no existía otro motivo. Además no eran más que campesinas. No entendía el revuelo. Así conversando plácidamente llegó la hora del postre y pusieron en la mesa un opulento pastel. "Prueben, prueben... que para eso han venido". Se sirvieron grandes porciones a los asistentes, si bien algunos, los más cautos y avisados- como el Rey - no probaron la suya. Los que sí lo hicieron murieron al día siguiente en circunstancias poco edificantes, retorciéndose de dolor. Ahí ya se sacaron las cartas del sacerdote, al que Isabel acusó de ser un vulgar chumeta, una esponja de mistela y misterios. Lamentaba profundamente que algunos ingredientes de la tarta se encontrasen en malas condiciones, estaba consternada, muerta de vergüenza; claro que eso no demostraba nada en absoluto, y el resto eran insidias, céfiros sin fundamento y habladurías de aldea. ¡Delirios de envidiosos! Total, que el grupo regresó sin haber hallado pruebas delatoras. La condesa no escondía ningún atisbo de sospecha. No tenía mazmorras donde recluía a jóvenes rubias y lozanas para embadurnarse con su sangre y bebérsela a lo puerco, por calderos. No había sótanos allí con niñas encerradas sin luz ni alimento, llenas de costras y obligadas a comerse la carne de otras, antes de ser sometidas si sobrevivían a las torturas más espantosas que se puedan imaginar, y aun a las que no, por el puro capricho de la tarada más monumental de la historia. No era la mayor asesina sádica conocida, creadora de auténticos engendros para infligir dolor, como la llamada "doncella de hierro". No... Lo negaba tajantemente.

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