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miércoles, 20 de febrero de 2013

Mis tiranos favoritos (14).

     LUIS XIV (El Rey Sol)

     Ideó el primer Gran Hermano de la Historia. Con algún matiz: no era la audiencia la que decidía, sino más bien él quien decidía las audiencias. Además la casa resultaba un poco más ostentosa. Diecisiete mil hectáreas de chabola con bustos y esculturas de las caras, parterres aparatosos, una orquesta tocando sin cesar tras unos arbustos (su aspecto desagradaba al Rey, que sólo quería hilo musical y no las muecas del violinista) y guionistas de lujo: Molière, Racine y Corneille entre otros, esforzándose por sacar una obra original al día para entretener a los quince mil concursantes que había por ahí esparcidos con aquellas raras apariencias y rapeando por la nariz. Para un programa especial en honor a su querida Louise de La Vallière, titulado "Los placeres de la isla encantada", se escribió y estrenó el Tartufo nada menos. ¡A ver qué canal se atreve! Las cámaras del lugar eran enormes, pero lo único que gravaban en realidad eran los impuestos, así que había que seguir al favorito a pelo para apelar su favor. En el momento lever por ejemplo, que era cuando se levantaba, al que asistían unos cien cortesanos, o el chaise percée, para los más allegados y con agallas, que era cuando Su Gracia se sentaba en el trono tronante y hacía gases. Las técnicas eran aún embrionarias, pero no se perdían una, ni los pedos. También había expulsiones muy desagradables, de todo tipo.

     Luis hacía el paripé como le parecía. Esa era la única norma. Le encantaba el ballet - él fundó la Academia Real de la Danza - hasta el punto de realizar ejercicios de barra diarios, brincando y volando a su bola. Ejecutaba con habilidad el paso llamado entrechat à quatre, un salto vertical con las puntas de los pies hacia abajo en el que se cruzan cuatro veces las piernas antes de caer; claro que él podía hacerlo hasta cinco veces, era la bomba en bombachos, y así se cambió el nombre de la intrépida pirueta por el de entrechat royal. Por supuesto lo exhibía siempre que tenía ocasión - igual que a sus numerosas y variopintas amantes, con las que salía sin pudor a los salones, dicho sea de paso. Porque si uno quiere que su reality sea un éxito (y el suyo batió todos los récords, setenta y dos años duró) no basta con proporcionar un espectáculo usual al usuario, hay que dar comidilla, carnaza quiero decir. Y en eso el Rey Sol fue todo un adelantado. Había morreos y chismorreos hasta decir basta allí en Versalles. Naturalmente él imponía las tendencias y creaba la moda. Introdujo los conocidísimos pelucones con bucles, las mangas de encaje y desde luego el tacón Luis XIV, que por algo se llama así. Pero cuidado zapateros y botines del mundo: copiar su calzado se castigaba con la pena de muerte. Podían ponerse adornos, incrustaciones y lazos de tafetán horteras al gusto... pero tonterías las justas.

     De modo que era legendario su toque. No sólo en asuntos de indumentaria y amatorios, sino incluso para sanar. La cosa ya venía de muy atrás: desde que en el siglo V se le había aparecido un ángel a Clodoveo I revelándole que podía curar la escrófula con sus santas y reales manos, a los reyes franceses se les atribuía ese don curativo. Enrique IV les tocó el careto a centenares, y como Luis no iba a ser menos llego a tratar a mil setecientos individuos en un día. Se ve que era médico de familla. Lo que se dice un monarca absoluto, como una navaja multiusos de esas. Danzarín de ballet, vate, modisto nada modesto, hábil guitarrista; poder ejecutivo, poder legislativo, poder judicial... No había nada que no dominase. Todo se le daba. Hasta la Reina, su prima la infanta María Teresa, frotaba sus pequeñas manos y guiñaba sus pequeños ojos azules después de los ocasionales coitos - unos dos al mes, según las crónicas -, tras los que siempre iba a comulgar. Porque con un marido así de completo debía de ser pecado. Y mortal.


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