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jueves, 18 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (19).

     PEDRO EL GRANDE

     Sentía genuina devoción por la ciencia. Dos o tres veces por semana, al amanecer, ya se le podía ver en la Academia de su ciudad, San Petersburgo, examinando con lupa los prodigios, como hipnotizado. Él mismo había incrementado con ganas el número de ejemplares para exhibir, adquiriendo al menos dos costosas colecciones de fósiles, animales disecados y fricadas. Aunque quizá la de mayor prestigio, la de un holandés llamado Ruysch, no llegó entera; los marinos que la transportaban aprovecharon la seguramente horrorosa travesía para hacer las típicas travesuras de rusos - según rumores - y se pusieron a chumar y restar el alcohol en el que se conservaban algunos especímenes, que ya quitada la tapa tal vez sirvieron de ración. Claro que por fortuna, por la que él había heredado en concreto, había todavía en la institución piezas exóticas y cachos chocantes a espuertas para exponer: esqueletos de enanos, de un gigante, embriones enfrascados, lenguas cuan largas eran, amputaciones de cipotes puestas a macerar, multitud de dientes que él en persona arrancaba a los macarras... Su curiosidad no conocía límites y era capaz de gastarse en tales fetiches rublos sin rubor, o conseguirlos bien a base de tenacidad o de tenazas. Se había vuelto como una compulsión.

     Dispuso que se le avisase de todas las operaciones quirúrgicas en ciernes, para ir de mirón, de MIR. En poco tiempo aprendió barbaridades y hasta empezó a bastarse él solo para hacer de sanitario y tirar de bisturí. Andaba por todas partes con dos maletines: uno de instrumentos matemáticos y otro de artilugios médicos, por si había que intervenir de improviso. No se colocó una sirena para decorar la corona de chiripa. A la señora Borst, esposa de un rico comerciante, le sajó un forúnculo de gigantes proporciones. La pobre anciana estaba ya atormentada de cuerpo y mente, lerda del dolor, y no quería ni que la tocasen ni que la viesen. Por allí apareció entonces Su Alteza con todo el tinglado curativo a cuestas; le echó un vistazo al absceso, se palpó pensativo el cazo mandibular y estableció el diagnóstico: "Déjele hacer al Zar, y a gozar", o algo semejante me imagino. Luego la esquiló sin anestesia, analizó con el dedo el ano y le tatuó una jota de un tajo. Todo el meticuloso proceso terapéutico habría ido formidable, sin complicaciones, de no ser porque la señora la diñó en el post operatorio, hecha un guiñapo balbuciente. Si bien hay que decir que Pedro corrió con los onerosos gastos del sepelio, al que él mismo honró con su asistencia también. ¿Quería solicitar formalmente la pupa para ponerla en un anaquel de la Academia? Puede ser... Por la ciencia había que hacer de tripas corazón a veces. Era contraproducente andarse con remilgos. En cierta ocasión, mientras despanzurraban un cadáver en un aula, notó que a uno de los asistentes le daba una arcada... y como es natural tomó medidas drásticas. Montó en cólera y mandó a los finolis de la dentera que desfilasen junto al fiambre y le soltasen un buen mordisco, así sin más, un ñasco sin asco y decidido. Para que se les quitase la tontería. La idea era aumentar la colección a toda costa. A una de sus amantes, la condesa María Pawlowna Hamilton, mandó que la decapitasen para captarla. Tras la intervención agarró la cabeza por el pelo, explicó bien a la concurrencia los didácticos y fascinantes cortes que había hecho el hachazo y a continuación entregó a los de taxidermia urgente el tarro ya deformado para que lo metiesen en uno de formol... ¡Y a la sección de seccionados!. Por supuesto tampoco faltaban los experimentos constantes, sobre todo con explosivos, que a veces le conseguían sus buenas onzas de carnaza - aunque tal vez un poco chamuscada. El hijo de otra de sus favoritas quedó desmembrado de un petardazo en una prueba con pólvora, y como es lógico no tardó en morir. Esos ensayos le chiflaban. Era un no parar de darle marcha a la mecha. En sus peores descuadres montaba hasta refriegas y batallas fingidas, de pega pero fieras, con los mozos de cuadra como tercios.  

     Para reponerse tras tanto trabajo mental tenía aficiones menos sobrias, más lúdicas que lúcidas. Poner a pasear a ancianos vestidos de saltimbanquis por las calles nevadas, por ejemplo. Para descojonarse. Dar tortas estentóreas y espontáneas a los transeúntes, con sus manos de tiarrón de dos metros, acercarse a zancadas a quitarles el reloj o la barba a tirones, las fabulosas tartas con enano dentro... Se rilaba de la risa. Menudas juergas y juegos con los menudos. Los obligaba a relinchar, a cacarear y tirarse ventosidades. Se sentaba y formaba comitivas de hasta setenta y dos, ahí desfilando disfrazados de mariscal, de novia y novio, de ministros diminutos... o les ordenaba bailar danzas rusas en cuclillas hasta la bola de vodka... ¡Que también había que divertirse, copón!. No todas las horas iban a ser de vil estudio. Aparte de que nada mejor para desinfectar que la bebida fermentada y con alto contenido de etanol. Éso ya lo tenía más que probado en su laboratorio. A la larga degeneraba, de acuerdo... pero no dejaba ni un germen. Él mismo había abandonado una vez una misa a la mitad para ir a una orgía y se le quedó fenomenal el organismo. Ferpectamente. A las visitas ilustres las ponía patas arriba de privar. En coma antes de la comida, y sin posibilidad de negarse a la ingesta. Al embajador holandés lo desmayó, kaput, no podía ni levantarse ya de la silla y seguían trayéndole licores, la mismísima Zarina haciendo de camareta; recipientes tochos hasta el borde y con todos los nobles en estado estuporoso a su alrededor, sumidos en un ciclón descomunal. Como de goma, casi hologramas. Desdoblándose y la de dios; elevándose al cubo a rastras. Durmiendo después la mona a la intemperie en bosques y neblinas... Ese mismo tipo contaba en sus diarios que una de esas noches sacó a parte de la corte a hacer un viaje en barca. Con un vendaval de los que no traen olor a lavanda precisamente, tan intenso que corríamos peligro de levantarnos del suelo. Pedro tirando del timón y el resto esquizofrénicos en el esquife, tratando de agarrarse a algo en medio de la galerna. Porque aquello no eran olas; eran montañas rusas desatadas. Para aligerar lastre varios sirvientes y boyardos tuvieron que arrojarse por la borda. A hacer de patos por la patria, ¡venga al agua!. Y el Zar mientras esforzándose en enderezar el rumbo, tronante y aullándoles a los rayos. Acordándose de Arquímedes, seguro.



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