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jueves, 25 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (21).

     LEOPOLDO II
     (Segunda parte)

     Por ahí andaba, todo ufano y haciendo el paripé por Europa, comiendo faisanes a pares. Con su barba de Papa Noel del corazón de las tinieblas y el uniforme de muy teniente general con charreteras, dispuesto a forrarse mucho más que el barrigón. Ya había liquidado la cuestión de los testaferros y ahora tocaba el ferrocarril. Extender las vías por la selva. A los lugareños ya los tenía medio achantados, o más bien bastante. Primero con sortilegios baratos: sus negociadores encendían puros con una lupa o les daban la mano con uno de esos artilugios de broma que sueltan descargas para que sintiesen su poder sobrenatural y quién era allí el macho alfa. Pero bueno, tampoco había necesidad de andarse con tanta gilipollez, sobre todo cuando cayeron en la cuenta de que amenazar con el hambre era mucho más eficaz que el truquito del calambrazo. Éso fue sólo el coqueteo, un vacile de escaso voltaje a los primitivos fascinados. No tardó en armar sus propios grupos militares. Los llamó la Force Publique y eran el ejército más poderoso de África central - tenía más guarniciones allí que en el almuerzo, que en su caso ya es decir. Entraban a saco en los poblados, hacían recuas humanas con cuerdas o cadenas y ponían a esos salvajes a currar duro, para sacudir su ociosidad y hacer que se den cuenta de la santidad del trabajo. Pasaron de los portentos eléctricos a ponerles a portear por miles. Reconaissances pacifiques las denominaban a tales incursiones. Leopoldo incluso fue elegido Presidente Honorario de la Sociedad para la Protección de los Aborígenes... O sea que había reconocimientos por la paz sin parar. Claro que no todo fue un camino de rosas; lo de las comunicaciones tela. Menudos terrenos para traer el tren eran, abruptos por un tubo y traicioneros. Mano de obra la había de sobra: escogían y cogían directamente, un bufé, por mucho que bufasen. Pero las traviesas muy rebeldes; ésas no había manera de incrustarlas al derecho. Y a rezar todos además para que no detonasen los transportes de dinamita, que muchas veces pasaba. Unos zambombazos criminales ahí entre los bosques milenarios, y después toda la peña despeñándose, a cachos voladores, chamuscados... ¡Otro envío desparramado en las vías!... Así de chungo era el Congo. Para morirse.

     Llevó tres años hacer los primeros veintidós kilómetros. Parecía la autovía Llanes-Unquera con moscas del sueño. Pese a vivir en la opulencia Leopoldo también tuvo sus eventuales problemas de crédito. En muchas ocasiones se vio obligado a andar persiguiendo a banqueros e inversores varios, a toda la bandada de vampiros, para que no se le fuese el garito al garete. La navegación fluvial no bastaba. El barco de vapor, el kutukutu, como lo conocían los locales, era sumamente útil pero insuficiente para las dimensiones de la voracidad. Llegó un momento en que tuvo que poner el cazo con sus súbditos para ver si cazaba una buena subvención, un préstamo competente. Se comprometió a legar a los belgas la propiedad en su testamento y accedieron. Obtuvo una financiación de veinticinco millones de marcos sin intereses, sin otro interés que el de salvar de su atraso seculear a los blablablá quiere decirse. Poco a poco el marfil empezó a desplazarse por toneladas. Salían del puerto buques hasta la bandera estrambótica aquella que se habían sacado del mangoneo de piños de elefante apiñados; asomando por los ojos de buey iban, y a precios de risa: o me traes de sobra o tu aldea será devastada. Sí señor, Stanley decía que les estaban llevando el evangelio de la empresa. Era un embaucador temerario y un racista violento, pero de ingenuo no tenía un pelo. A veces daba la impresión hasta de ser un adelantado. Llegó al Parlamento británico y todo. Para evitar discrepancias puntuales y haraganerías de aborígenes se puso de moda el chicotte, una fusta de piel de hipopótamo sin curtir en forma de sacacorchos y afilada en los bordes para apalearles y pelarles la espalda. Aunque había incluso métodos más convincentes: matanzas feroces, hambrunas forzadas, saqueos y violaciones masivas, toma sistemática de rehenes, cestos de manos cortadas, castraciones sin anestesia, tiro al congoleño con premio... ni se sabe. Archivos y archivos de barbaridades a elegir, y eso que la mayoría se expurgaron. Como ejemplo del ambientillo que se respiraba se suele poner a Kurtz, el célebre personaje de Conrad, que todavía dicen algunos que es una alegoría. Alegoría pollas: más real que la oenegé de Leopolo fijo, y aun se quedó corto. Existieron al menos tres o cuatro candidatos conocidos por el autor en su estancia allí para inspirar el abollado de la novela - uno incluso con la choza rodeada de cabezas, coleccionista de mariposas y pintor en sus ratos de ocio homicida - y todos le superaban. Ninguno a Marlon Brando en apostura, eso también es cierto, porque hay fotos... Pero por lo demás lo del horror era recurrente. Se usa incluso un término en lengua mongo: lokeli... "lo sobrecogedor". O los que cogen el sobre, que también cuentan. Los más lokelis de todos quizá.

     Las masacres gruesas se dieron a partir de 1890, cuando la Dunlop se puso a producir neumáticos. De repente todo el mundo quería comprar caucho; los precios se lanzaron al alza, era una obsesión permanente en las sesiones de la bolsa, y Leopoldo se percató de que tenía en su latifundio quintales para quitarles a los vagonetas del taparrabos. Los puso a extraer pero rápido, antes de que el resto pudiesen conseguir sus propias forestas y poner los árboles a llorar. Cuanto más se disparaba el valor más también las cobardías y los rifles. Conseguirlo era asequible, aunque lento, un goteo agotador, ¡y había prisa!. De día, de noche... internándose cada vez más en la jungla, devorados por la extenuación o las fieras, con la prole secuestrada o grilletes y chicotte para quien no cumpliese la cuota... Pringados en la sustancia. Leopoldo se convirtió así en uno de los hombres más ricos del planeta. No sabía ni qué hacer ya con tanto billete. Estatuas, parterres, casas, palacetes, palacios, monumentos... un yate de mil quinientas toneladas, un tren privado con adornos de oro, solares y solares de la Riviera para levantar villas. Cualquier edificación que tuviese algún carácter secreto y misterioso se la compraba: una trampilla, una cantera encantada cerca, palomares con cuchicheos de espíritus. Ordenó construir un ascensor "renacentista" y un pabellón chino de un millón de francos, con restaurante francés dentro, y al final ya hacía sus desplazamientos por la mansión que habitase en un triciclo para adultos, hablando de sí mismo en tercera persona, con el debido respeto. Fatal estaba. Como es lógico la opinión pública se iba pispando, y cada vez más, de que todo aquello de la bondad civilizadora de Leopoldo olía un poco ya no a podrido, sino a mierda pinchada en un palo. Se oían rumores inquietantes y hasta había testimonios acalorados y algunas cifras frías. Su gabinete de prensa y los diarios de a franco el folio y cien el follón lo negaban terminantes. Todo eran desvaríos de trotamundos alucinados por la insolación, colgados del ala que querían interrumpir el progreso. Golfos y tergiversadores emponzoñando con sus falacias. "¡¡Filoetarras!!". "¿Quesquesé?". "Tú ponlo...". Se iniciaron verdaderas escaramuzas mediáticas, de alcance internacional. Mark Twain hasta escribió un libro caricaturizando al rey, y Conan Doyle no puso a Sherlock a investigar aquellos crímenes porque eran demasiado elementales hasta para Watson, aunque ganas no le faltaron. En Italia dos llegaron incluso a batirse en duelo por comentarios encontrados sobre el tema. Aparecieron los primeros grupos organizados serios para defender los derechos humanos, aún embrionarios pero muy encabronados. El hoy llamado activismo. Los cadáveres del Congo ya eran millones, un holocausto de dimensiones históricas, y los impotentes peatones cada vez chillaban más y más alto: "¡Vergüenza, vergüenza!". Ése era el lema en las manifestaciones, qué cosas. Leopoldo seguía en sus torres de marfil y caucho. Tras enviudar se había casado con una prostituta de dieciséis años que había conocido en un bar de copete, Caroline Lacroix (supongo), o Blanche Zélie Joséphine Delacroix etc. Le tenía babeante, como una fragua. Siempre le decía Très Vieux [Viejísimo] mientras arrasaba las modisterías de lujo y le aguantaba las paranoias de hipocondríaco severo y lo que surgiese. Porque entonces ya no permitía ni que tosiesen a su lado; hacerlo era motivo de despido. Se lavaba con un impermeable para la barba... A sus hijas ni les hablaba.

     La presión creciente y otras consideraciones consiguieron que cediese antes de lo previsto la propiedad al Estado, que pagó por la gentileza y por la jeta también unos doscientos millones. Para calmar los ánimos externos, y un poco de paso el exterminio, aunque por supuesto el país no iba a renunciar al negocio ni del todo al genocidio económico después de semejante desembolso. En 1913 se reconoció como colonia y siguió el desmadre de mercancías - cobre, cobalto, diamantes, oro, estaño, manganeso, cinc. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki se fabricaron con uranio de la mina de Shinkolobwe. El último acto de Leopoldo como rey fue firmar, con la mano temblorosa tras una operación - quirúrgica -, la implantación - porque las plantaciones ni mentarlas - del servicio militar obligatorio. Murió al día siguiente, sin haber puesto nunca el pie en el Congo. En la vida. Su principal heredera fue Caroline, la entonces baronesa de Vaughan además de toda la retahíla anterior. El gobierno trató de dificultar las gestiones, hasta le tapiaron un palacete para hacerla desistir o salvar siquiera la cubertería o algún bibelot de los bonitos, pero de poco sirvió. Se llevó una fortuna opípara, obscena, y luego contrajo cristiano matrimonio en segundas nupcias con el oficial Antoine-Emmanuel Durrieux. Con el que fuera en tiempos su primer chulo.






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