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sábado, 9 de noviembre de 2013

Así se las ponían a Fernando VII.

     Buena parte de los estudiosos le califican como el rey más denostado y desastroso de cuantos han posado el culo en el trono de España, lo que equivale casi a ser el más chinado en un concurso japonés. Su propia madre le describía como marrajo y cobarde, y a su primera esposa le parecía totalmente memo; ni siquiera un marido físico y además un latoso. Claro que tardó once meses en culminar aquel matrimonio con María Antonia. Quizá es que andaba un poco resquemada. Se sabe que tenía un miembro de talla imperial, un digno glande de España, y hasta hubo quien atribuyó esos problemas de erección a tamaño tamaño; a que no le venía bien el riego, ni el general ni ése en particular. Pero nada más erróneo: se trató de un simple tropezón de orden psíquico, un desorden, del que luego se recuperó con creces, llegando incluso a adquirir una firme reputación de putero y veleta en todos los sentidos. Las cosas como son.

     De hecho su tercera esposa, María Josefa, tuvo una incontinencia de esfínteres durante la noche de bodas. Vamos, que más que la pureza le entregó el puré, se cagó de miedo. La pobre niña rica solo contaba quince años y se había educado íntegramente entre monjas de Sajonia, o sea que ni idea de lo que era mojar. Aparte quienes debían aleccionarla en los momentos previos no estaban dispuestas: Mª Teresa de Braganza - la princesa ya casada más próxima al rey - porque era la hermana de la reina anterior y no hacía buenas migas con la alemana; y la camarera mayor - segunda opción según la tradición - porque nunca se había fijado en las cosas que su marido le hacía en la cama. Así que, además de virgen, no había oído hablar ni de la cigüeña. Entró en el dormitorio sin descascarar del todo, pensando tal vez que le aguardaba un plácido y merecido descanso en palacio tras tanto trajín ceremonioso. Sin embargo lo que se encontró fue al monarca, un canicón de ciento y pico kilos en camisón, sugiriéndole con su voz aflautada jugar a la gallinita ciega con aquel pedazo de polla aciaga. Menuda escena después de cenar. Su Alteza quiso magrearla y la cría empezó a pegar alaridos. Se escabulló y hubo una persecución acalorada por la alcoba: él con la amabilidad de un volcán reclamando sus favores por derecho y por tieso, y ella volcando los muebles. Al fin salió y llamó con un cabreo bien real a su cuñada y a la camarera, a las que traita de P. et B. - tal y como se lo relató Merimée a Stendhal en una carta - y les EXIGE que le enseñen a la chorba buenas formas y posturas mientras él se fuma un puro en el pasillo, aún con el camisón. Ellas la asesoran, incluso a esas horas, para complacer al rey, y se muestra ya la niña más dócil y resignada en la segunda entrega, aunque también consumida por los nervios y el canguelo de consumar, motivo por el cual pasó lo que pasó. Por lo visto no volvieron a tocarse en ocho días, y hasta tuvo que intervenir el Papa para calmar las ánimas. Cuando María Josefa accedió lo hizo con la condición de rezar previamente junto a su esposo un rosario y el padrenuestro mientras practicaban el coito. Y otro extra, que en este caso le habían recomendado los doctores a él: penetrar a través de un cojín agujereado para que resultase menos doloroso. Así se las ponían a Fernando VII, como se suele decir... Si bien la expresión se refería, en un principio, a las bolas de billar.


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