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viernes, 15 de noviembre de 2013

EPÍSTOLA A UN DEPENDIENTE

Al final hay cuatro estantes de libros
como de cuarta mano. La mayoría
ya amarillentos, chollos entre comillas
de los que caen más hojas al cogerlos
que bamboleando el árbol de la ciencia.
Joyas del siglo de oro que se deslizan
por las baldosas, meticulosamente sucias 
(y conste que no digo el adverbio por decirlo,
que el antro no lo friegan desde Cervantes).
Pero a veces hay milagros, y encuentro
un volumen de Jose Pla - sin la pe -
por cincuenta céntimos. Dos novelas
que no son tal cosa, aunque se empeñe
el prologuista, ni tendrían por que serlo,
sino bitácoras, diarios de viajes,
aquellos cuadernos que él solía escribir
con paisajes, pitanzas y tipos que encontraba -
sin un párrafo de ficción. Pero en fin...
una edición salvable y bien de precio,
que en una tienda así ya es bastante. 
La cojo y voy a la caja. Sin más pedanterías.
Ya en el mostrador, el menda que despacha,
me pregunta si no voy a llevarme nada más.
Es sin duda caribeño, yo diría que cubano
por el acento, claro que sin el proverbial
desenfado que se atribuye a la gente de allí,
sino más bien seco y hasta con mala hostia.
"Un móvil", me suelta. "¿No quieres un móvil?".
"No", contesto. En realidad no quiero ni el mío.
Lo tengo por imperativo, porque me obligan
las circunstancias, pero si por mí fuese
lo estamparía sin piedad contra la pared
con todas sus aplicaciones de mierda.
Se lo cambiaría al tipo antipático incluso
por un vinilo rayado... "Muchas gracias".
"Esto cuesta solo medio euro, chico.
Es muy poco... Llévate otra cosa".
A punto estoy de preguntarle, lo juro,
por un ejemplar del Manifiesto Comunista,
solo para oír el comentario sabrosón,
aunque me pueden los buenos modales
y digo que no, que en otra ocasión será.
Abre entonces la registradora y me cobra
la moneda de mal humor, en plan borde.
Sin darme, como a los demás, una bolsa.
No exagero si digo que los libros
salvaron mi vida. No todos, claro,
buena parte no conseguí ni acabarlos.
Pero otros la dotaron de un propósito,
de rumbo y un enfoque que yo mismo,
sin su ayuda, no habría logrado jamás -
en tiempos sobre todo de derrumbe,
cuando nada encajaba y daban ganas
de arrojarse del viaducto más cercano
al ver el paisaje, las perspectivas
que este mundo le ofrecía a un borracho
incurable, como una vez escuché,
después de años de terapias fallidas,
recaídas y despertar en hospitales.
En desintoxicación leí las epístolas
de Séneca, hinchado a pastillas.
O sus diálogos: Oh dioses misericordiosos,
cuánto más dolor me causó lo deseado
que aquellas cosas que he temido...
Auténticas cápsulas del lenitivo total.
Y luego millares de versos para ver,
para saber mirar, el color, la maravilla:
la hormiga sobre la hoja, el trepidante
amanecer interno en un centro
mientras me lavaba la cara,
levitando casi al verlo todo tan bello,
como si hubiese dado a luz el asombro.
La poesía, la palabra mejor de otros,
me dio todo eso, y mucho más,
que por lo pronto me llevo conmigo,
dejando ya solo un último mensaje
para quien atienda: ¡A tomar por culo
todos tus móviles baratos, hombre!








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