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jueves, 15 de noviembre de 2012

Mis tiranos favoritos (2).

     SAPAMURAT NIYÁZOV

     Escribió un libro que, leyéndolo tres veces, ibas directo al cielo, sin purgatorio ni colas. Su aprendizaje era obligatorio en los colegios y universidades y también para sacarse el carnet de conducir. Cada año se examinaba a los funcionarios sobre su contenido, y el juramento hipocrático fue sustituido por un juramento de fidelidad al libro. Con semejante popularidad no resulta extraño que le concediesen el Premio Nacional de Literatura, o que un cohete pusiese un ejemplar de la obrita en órbita en 2005, por si algún marciano quería echarle un vistazo y, quizá, largarse a colonizar un planeta distinto. Mejor iluminado.

     Planeó construir un Palacio de Hielo en el desierto de Karakum, donde las temperaturas alcanzan los cincuenta grados. Como había acabado con la Academia Nacional de Ciencia es de suponer que nadie le informó de las dificultades de mantenimiento; de que al final habría sido un gran chasco, o un gran charco; de que en fin, que no. Sorprendentemente tenía una licenciatura en Física. Se nota que le apasionaba ese campo... y quizá por eso obligaba a sus ministros a correr travesías de 36 kilómetros. También la escultura:  por todo el país había centenares de estatuas dedicadas a su persona, incluido un colosal engendro de oro giratorio cuyo rostro siempre miraba al sol (siempre que fuese de día, claro). Su modestia era majestuosa y si se tomaba molestias semejantes era porque la gente quería. No solo le leían; además le liaban.

     Prohibió los play-backs, pero se olvidó de concretar con respecto a los karaokes. Craso error. Tampoco se podían utilizar dientes de oro por ir contra su cultura, salvo que estuviesen en alguna de sus esculturas (él se entendía). Abolió el ballet, el circo, los bigotes y barbas... incluso declaró fuera de la ley las enfermedades infecciosas. Para compensar decretó en todo el país otro ciclo vital, con tramos de edad más civilizados, y un nuevo calendario en el que los meses se llamarían como él y algunos miembros de su familia. Con la oposición en cambio se mantuvo tibio: no existía, y, al no existir, ¿cómo iba a concederle libertad? Bueno, así analizado hay que reconocer que tenía razón. Argumentos no le faltaban. De hecho cuando mandó expulsar a los perros de la capital lo hizo porque olían mal, no por un simple capricho. Porque los muy ordinarios - me figuro - le empapaban los monumentos de orín.




   

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